Traductor

01 febrero 2017

Científico loco



Cuando era pequeño, y veía los dibujos animados, casi siempre la persona que quería sojuzgar y destruir el mundo, era un estrafalario personaje con bata blanca, que había inventado o descubierto algún artefacto, y habitaba entre probetas y tubos de ensayo; ¡vamos!, lo que viene a ser un “científico”.

Los mismos que idearon la bomba atómica, sí. Tal vez por eso les atribuimos tanto poder y nos dan tanto miedo y no los perdemos de vista, desconfiando de ellos.



A día de hoy, nos cuesta diferenciar entre científicos, que no tienen por qué ser todos unos angelitos, y pseudocientíficos, que aunque algunos no actúen de mala fe, no suelen reportar demasiados beneficios a la sociedad, y esto hace que “a río revuelto, ganancia de pescadores”, pero terminamos por meterlos a todos en el mismo saco, y confiamos o desconfiamos de unos u otros en distintos temas, ya sea el cambio climático, la medicina en cualquiera de sus variantes (oficial, alternativa, cuántica…), máquinas de movimiento perpetuo, motores de agua o aire comprimido, etc…


No sé, aunque no creo, si el acelerador de partículas terminará por crear en algún momento, un agujero negro en nuestro planeta y desaparezcamos así sin más; o tal vez en una teletransportación fallida a otra galaxia con mejor clima, terminemos con nuestra civilización, y lleguemos a una profecía autocumplida. Pero por lo que parece, individuos menos amenazantes a priori, tienen por el momento más probabilidades de cumplir con la catástrofe.


Personas que siempre hemos juzgado como respetables, por sus buenos modales, bien vestir, educación y demás cualidades, nos sorprendería que tuviesen algo que ver con hechos, capaces de originar desastres naturales o consentidos. Otorgan y recogen premios Nobel, asisten a parlamentos nacionales e internacionales, instituciones benéficas o de ayuda al desarrollo, consejos de administración de grandes corporaciones, y toda una larga lista de asociaciones varias que podamos imaginar.


El caso es que, si te cruzas en una calle con un señor con traje y maletín, y con un joven con rastas y chanclas, desconfías más del joven que del señor, pero es muy probable que el “perroflauta” no te haga nada nunca, y que el elegante señor “tampoco”, aunque tal vez, solo tal vez…, este último, haya evadido impuestos, y/o tenga ahorros en paraísos fiscales, y/o soborne a políticos para conseguir contratos públicos, y/o acepte sobornos de empresas para adjudicar contratos públicos, y/o especule para conseguir pingües beneficios, y/o una larguísima lista de “pequeños delitos sin importancia”, que suelen saldarse con pequeñas condenas, cuando son declarados culpables, en las pocas ocasiones en que esto sucede, pero que merman el capital del conjunto de nuestra sociedad, para engordar el suyo propio.


La década de los ochenta del pasado siglo XX, con figuras como Juan Pablo II, Ronald Reagan y Margaret Thatcher, inició una senda por la que todavía caminamos, en la que ahora se atisba un final incierto, difuso aún por una neblina de incertidumbre, que pocos meses atrás parecía que abría una bifurcación, una de esperanza, con una analogía en cuanto a los actores que podrían liderarla, como son Francisco I, Bernie Sanders y Jeremy Corbin, pero que a día de hoy, parece que hemos elegido otro camino distinto, con la consumación del Brexit en Gran Bretaña, la elección de Donald Trump, y… estaremos atentos a las elecciones que tendrán lugar próximamente, en algunos países muy influyentes de la Unión Europea, que nos dirán qué terreno pisaremos a partir de aquí.