Llevamos muchos años escuchando la cantinela de que hay que
proteger la naturaleza, no contaminar, reciclar… y últimamente lo resumen en,
hay que salvar el planeta.
Ni caso hemos hecho hasta ahora, y eso que cada vez es más evidente
la necesidad.
La estrategia es claramente errónea, porque al planeta no hay que
salvarlo.
Al planeta le importan un carajo, un par de narices y tres pitos,
las consecuencias de nuestros hábitos depredadores y contaminantes; si se
deshielan los cascos polares, si avanzan los desiertos, si se deforesta la
Amazonía o cualquier otro desastre que pueda ocurrir mañana mismo.
Nuestro planeta ya ha pasado por cataclismos suficientes, y
nosotros solamente somos el desastre vigente, del que, de una u otra manera,
saldrá adelante con las condiciones que darán lugar a otras circunstancias, que
a su vez darán otro resultado más o menos parecido al actual, del que como en
otros tiempos, unas especies saldrán perjudicadas y otras encontrarán su medio
de vida, adaptándose al medio resultante.
No reaccionaremos mientras, a tan por ahora, largo plazo vista,
pensemos en salvar un “ente” que no terminamos de entender, porque el planeta
no nos cabe en la cabeza.
Tampoco soy optimista en la efectividad que tendría cambiar el lema
por “salvemos nuestra especie”.
La humanidad también es demasiado grande, e
incluye razas, religiones y grupos con intereses muy dispares.
La verdad es que no le veo buena solución, ni veo ganas de abordarlo
por parte de quienes tendrían la posibilidad de hacerlo.
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